Parece que se van calmando los ánimos tras el tsunami que se levantó en redes y demás medios a raíz del Benidorm Fest. Como no sé cuándo van a leer este post, les pongo en antecedentes por si les suena a chino esta historia:
RTVE decidió montar un concurso musical, el Benidorm Fest, para seleccionar la canción que nos representará en el Festival de Eurovisión. La fórmula ha sido muy exitosa, porque ya desde las primeras fases comenzó a generarse mucha expectación con el fandom haciendo campaña activa por sus favoritos. Según lo que se percibía desde las redes, parecía que la cosa iba a estar entre dos temas: Terra, de Tanxugueiras, y Ay, mamá, de Rigoberta Bandini. Sin embargo, el formato de puntuación daba tanto peso al criterio del jurado frente al voto popular que la canción seleccionada ha sido SloMo de Channel. Sorpresa, desilusión y eurodramita de unos y felicitaciones y alegrías de otros. Hasta aquí, nada que no pase todos los años.
Sin embargo, todo el fandom, decepcionado, se puso a twittear su indignación con el resultado, acusando a la organización de tongo y negando cualquier virtud al tema ganador. El recurso a la pataleta es algo natural y hasta deseable, pero en los tiempos de las redes sociales lo habitual es que este tipo de enfados acabe degenerando en un flame o, lo que es lo mismo, una montaña de odio absolutamente desproporcionada.Tengo cuenta en Twitter prácticamente desde sus inicios y, conforme se ha ido popularizando su uso, he podido asistir a cómo este tipo de tormentas de odio son cada vez más frecuentes. A veces, por el asunto más nimio, dos twitteros se enganchan y acaba montándose una auténtica guerra entre los partidarios de uno y de otro. Con demasiada frecuencia este tipo de peleas se observan incluso entre posturas que apenas difieren pero que, por algún pequeño matiz o salida de tono, han acabado convertidas en estandartes de lucha irreconciliables.
El problema, del que pocos parecemos ser conscientes, es que las redes sociales tienen una idiosincrasia propia como canal de comunicación: no existe retroalimentación inmediata. Steven Johnson, en su Sistemas emergentes, lo explica muy bien. El libro tiene ya bastantes añitos y, al ser anterior a Twitter, cuenta este mismo fenómeno en los incipientes foros de comentarios de Internet:
Un foro de discusión guiado es un ecosistema ideal para una especie peculiar conocida como crank: el ideólogo obsesionado con un tema específico o un modelo interpretativo que no tiene reparos a la hora de introducir su propia visión del mundo en cualquier discusión, y aparentemente tampoco tiene ni trabajo ni vida familiar que le impida enviar extensos comentarios ante la menor provocación. Todos conocemos gente así, los que blanden el hacha desde el fondo del aula en un seminario o en el café: los teóricos de la conspiración, los libertarios furiosos, los evangelistas, los que insisten en llevar todas las conversaciones hacia su tema particular y objetan todas las conversaciones que no se ajustan a sus propias reglas.
Internet ha proporcionado un hábitat ideal para que este tipo de personaje obsesivo -el troll- pueda persistir con su idea fija continuamente, ya que siempre encontrará alguien que le conteste y entre al trapo.
Pero, claro, las redes sociales han amplificado el fenómeno ya que la inmediatez y la facilidad que supone enviar un tweet, un post de Facebook, un comentario de Instagram, nos convierte a todos en potenciales trolls sin saberlo. La clave está, como bien dice Johnson, en la falta de realimentación de estos canales:
En la vida real, hemos desarrollado una serie de convenciones sociales que impiden que los cranks, excéntricos obsesivos, dominen nuestras conversaciones. Cuando se trata de casos patológicos, nos limitamos a evitarlos. Pero con los casos leves recurrimos a un mecanismo sutil pero poderoso en cualquier conversación cara a cara: si un individuo acapara la conversación con alguna de sus irrelevantes obsesiones, el grupo puede llegar a un consenso de forma natural -palabras, expresiones faciales, gestos incluso- para transmitir su impaciencia. El mundo de las relaciones cara a cara está plagado de encuestas improvisadas que tantean la opinión colectiva [...] En el mundo real, todos somos termostatos sociales: leemos la temperatura grupal y ajustamos nuestra conducta de acuerdo a ella.
En otras palabras, a la comunicación mediante redes sociales le falta un elemento vital que nos permite mantener la conversación en cauces adecuados y hasta que colectivamente no aprendamos a modular nuestras expresiones de manera adecuada seguiremos sufriendo, provocando o contribuyendo a estas sobre-reacciones violentas que periódicamente asolan las redes.
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