Otro de los objetivos fundamentales del viaje a Madrid era asistir a los estrenos de cine o de teatro que no hubieran llegado a provincias.
Ir al teatro era mucho más solemne y excepcional que ir al cine, las películas, de estreno, más tarde o más temprano acababan llegando a Salamanca y eran la misma película, exactamente la misma. Compañías de teatro, en cambio, sólo venían en septiembre, cuando las ferias, y, aunque trajeran en su repertorio algunos éxitos de la temporada madrileña, era completamente distinto, los decorados resultaban mucho más pobres y los actores actuaban con una especie de desgana. A mí ir al teatro era lo que más me gustaba de todo lo que hacíamos en Madrid. Se sacaban las entradas con antelación, y a veces se invitaba a alguna de aquellas familias que mis padres conocían; en este último caso era frecuente que sacáramos una platea. Cuando el acomodador abría con su llave la puerta de aquel recinto, entregaba a mis padres el programa y se hacía a un lado para dejarnos pasar, yo sentía estar ingresando en un privilegiado tabernáculo. Ningún paisaje del mundo, ninguna ceremonia religiosa, ningún desfile podían producirme tanta emoción como la que experimentaba al asomarme al patio de butacas iluminado por grandes arañas de cristal y tomar asiento en aquel balcón con barandillas de terciopelo; ya dentro de él empezaba la función, y los gestos de mi madre, quitándose lentamente los guantes y sacando los prismáticos, me parecían los de una gran actriz. Pero nada comparable al momento en que se apagaban las luces y los susurros y el telón se levantaba para introducirnos en una habitación desconocida, donde unos personajes desconocidos, de los que aún no sabíamos nada, iban a contarnos sus conflictos. Casi siempre estaba ya en escena alguno de ellos, leía el periódico, sentado en un sofá, o miraba en silencio a otro que estaba a punto de dirigirle la palabra. Esos primeros instantes de silencio me ponían un nudo en la garganta, los admiraba por aquellas pausas, por su aplomo para esperar. De mayor quería ser actriz, quería desdoblarme en cientos de vida. Al volver a casa y escuchar, durante la cena, la conversación de mis padres, aquellos nombres de Loreto Prado, Antonio Vico, Irene López Heredia o Concha Catalá, con que esmaltaban sus comentarios, me sonaban a nombres de dioses.
El cuarto de atrás, Carmen Martín Gaite, 1978.
4 comentarios:
Gran novela, ya lo comentábamos el otro día, ese Cuarto de atrás. Por cierto, Destino acaba de reeditar -en una más que cuidada edición- Ritmo lento, una de esas novelas de las que nunca se habla y que fue una de las primeras rupturas contra el agotamiento de la novela social y a favor de la introspección. De nuevo, otro olvido histórico que, curiosamente, afecta a una de nuestras mejores novelistas. Seguramente, si hubiera sido hombre, se la tomaría más en serio...
(Y sigue la cuenta atrás para el miércoles)
Si hubiese sido hombre...
o si se hubiese dado más ínfulas...
o si hubiese ido por la vida con pose de literata inmortal...
o si en lugar de escribir con ese estilo sencillo y preciso le hubiera dado por lanzar cursilería tras cursilería...
Cuánto pseudoliterato vacío sin nada que decir hay por el mundo. En fin.
Pseudoliterato vacío...?
Juas... se me ocurren ejemplos... Desde Antonio Gala hasta algún/os bloguero/s que lo imita/n... jajajaja
¿Algún bloguero? Pues ni idea, oye, ahora no caigo para nada :-/
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