Él nunca admitió que iba a morir. Sabía que era así, sabía que era el fin, pero ni siquiera a sí mismo se lo admitió. Odiaba mortalmente el hecho. Su voluntad era rígida. No podía soportar ser vencido por la muerte. Para él no había muerte. Y, sin embargo, sentía a veces una gran necesidad de gritar, y llorar, y quejarse. Le hubiese gustado llorarle a voz en grito a Gerald, para expulsarle con el horror de su compostura. Gerald era instintivamente consciente de esto, y retrocedía evitando cualquier cosa semejante. Esa falta de limpieza de la muerte le repelía demasiado. Uno debería morir rápidamente, como los romanos; uno debería ser el señor del destino propio a la hora de morir tanto como a la hora de vivir. Estaba convulso en manos de esta muerte de su padre, como en los anillos de la gran serpiente del Laoconte. La gran serpiente había cogido al padre, y el hijo era arrastrado al abrazo de la muerte horrenda junto con él. Él se resistía siempre, y de algún extraño modo era una torre de fuerza para su padre.
Mujeres enamoradas, D.H. Lawrence, 1920.
2 comentarios:
Genial. Bueno, es solo un párrafo, pero esto es más barato que estar suscrito al Circulo de Lectores.
Pero, ¿cómo? ¿Qué no ha pagado usted su suscripción al Reader's digest del inquilino? Mire que le envío al Teddy Bautista a que le dé la brasa un rato. Bueno, no, casi mejor le envío a Robinho a que le baile unas sambitas :-P
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