¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dos? ¿Tres años? Más seguro que no, porque en realidad no hace tanto de lo nuestro, a pesar de que ahora no sea más que un recuerdo enterrado por otros cientos de recuerdos.
Tú y yo coleccionamos turbulencias a lo largo de casi cinco años. Porque no, eso no era una relación. Demasiados escollos, demasiadas aristas entre tu mundo y el mío. Y demasiada personalidad la nuestra para pulirnos cantos en los que encajar al otro.
Cinco años nadando en aquellas aguas son demasiados. No es posible la victoria frente a las turbulencias. Para ser justos, yo nunca perseguí la victoria porque no creí en ella. Demasiado bien sabía que, tarde o temprano, debería claudicar, aferrarme a la orilla y salirme del torrente. Eso, o perecer ahogada.
Y, entonces, aquel día, toqué fondo. Curiosamente, aún no sé por qué ése y no otro día. Supongo que es siempre éste el modo de tocar fondo: un día, así, sin más. Y yo allí decidí que ya estaba bien. Me había agotado de tanto buscarnos sin encontrarnos y encontrarnos sin buscarnos. De la culpa, de la vergüenza, de la clandestinidad. Cerré tu puerta y me marché, sin volver esta vez la mirada a tu ventana. Porque sabía, sin pretenderlo, que ése había sido el último de nuestros encuentros.
¿Cuánto tiempo pasó? ¿Dos? ¿Tres años? El tiempo no es más que un vulgar ilusionista, un tahur que juega a estirarse cuando lo queremos pequeño y a escapar cuando tratamos de asirlo. Estaba en la oficina cuando me llamaste. A pesar del tiempo, reconocí el número. Contesté azorada como aquella pre-adolescente que era yo cuando nos conocimos. "¿Estás en la oficina? Es que voy para allá." Asentí sin más, como si hubieras estado viniendo a buscarme cada tarde.
No habían pasado ni dos minutos cuando me hiciste la llamada perdida para que bajara. Me sonreí. Una vez más, te había delatado tu falta de paciencia. Siempre fuiste un gran estratega sin paciencia para vencer en el combate. Estoy segura de que pasaste días planeándolo, trazando el plan, inventando la excusa que hiciera parecer casual tu aparición por mi oficina. "Tenía que hacer un recado y me he dado cuenta de que pasaría cerca de aquí", dijiste.
Y bajé. No, no voy a negar que iba nerviosa. En realidad, apenas te vi. Me encontré de repente fundida en un abrazo. No uno de los tuyos, sino uno nuevo que traías disfrazado de amistoso y que, sin embargo, se delataba sólo: "no te va a dejar escapar, no va a perderte otra vez", me decía, el muy chivato.
Me desasí con una sonrisa. Y entonces te miré y lo supe con certeza. Vi horrorizada la huella del tiempo en tu cara demacrada, en tu pelo ahora blanco, en tus ojeras. Tres años que parecían tres lustros en tu rostro. Sí, lo supe: eras infeliz.
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