[...] El problema de Karl es sólo un problema de dinero. Si Karl dispusiera de un piso de siete habitaciones, dejarían de ser inevitables la precipitación y la irritación. Una vez discutí con Kinkel sobre el concepto que él tenía del "sueldo mínimo". Kinkel pasaba por ser uno de los más geniales especialistas en tales temas, y creo que se habló del sueldo mínimo para una persona que vive sola en una capital, no contando el alquiler, fijándolo en un pricipio en ochenta y cuatro marcos, y más tarde en ochenta y seis. No quise, en modo alguno, oponerle la ojeción de que él mismo, a juzgar por aquella irritante anécdota que él nos contó, sostuvo por sueldo mínimo suyo, uno treinta y cinco veces superior a aquél. Tales objeciones pasan por demasiado personales y de mal gusto, pero el mal gusto consiste en calcular así el sueldo mínimo de los demás. En la suma de ochenta y seis marcos había incluso un apartado para gastos culturales: es probable que fuese el cine, o periódicos, y cuando le pregunté a Kinkel si esperaban ellos que el destinatario de esta suma puede ver ver una buena película, se enfureció, y cuando le pregunté cómo había que entender el apartado "reposición de la ropa blanca", si habría que contratar extraoficialmente un anciano bien dispuesto que corriese a través de Bonn y desgastase sus calzoncillos y que el Ministerio informase sobre cuánto tiempo se necesita hasta que los calzoncillos queden inservibles; aquí terció su esposa, diciendo que yo soy peligrosamente subjetivo, y yo le dije que todo aquello me recordaba cuando los comunistas comenzaron a hacer planes acerca de comidas tipo, tiempo de duración de los pañuelos de bolsillo y demás lindezas, al fin y al cabo los comunistas no tenían la hipócrita coartada de lo sobrenatural, pero que los cristianos como su marido se hiciesen cómplices de tamaña monstruosidad, me parecía increíble; aquí replicó ella que yo era solamente un materialista y no era capaz de comprender lo que eran el sacrificio, la desgracia, el destino, la grandeza de la pobreza. En casa de Karl Emonds nunca tuve la sensación de sacrificio, desgracia, destino, grandeza de la pobreza. Se gana bien la vida, y todo lo que mostraba referente a destino y grandeza era una continua irritación, porque pudo calcular que nunca podría pagar un piso adecuado para él. Cuando comprendí que Karl Emonds era precisamente el único a quien podía yo pedir dinero, me di perfecta cuenta de mi situación. Yo no poseía ni un pfennig más.
Opiniones de un payaso, Heinrich Böll, 1963.
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2 comentarios:
uno de los libros más deliciosos que he leído...!
A mí me ha tenido fascinada, entre otras muchas cosas, por ese sarcasmo amargo con el que denuncia las hipocresías y contradicciones de su país en concreto y de todo dogmatismo en general.
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