Hacia finales de marzo, Alice Manfred dejó a un lado sus agujas para reflexionar de nuevo sobre lo que ella llamaba la impunidad del hombre que había matado a su sobrina simplemente porque podía. No había sido difícil hacerlo; ni siquiera se había parado a pensar dos veces en el riesgo que estaba afrontando. Lo hizo, y basta. Un hombre. Una chiquilla indefensa. La muerte. Un corredor de productos de perfumería. Un hombre agradable, sociable, el buen vecino a quien conocían todos. El tipo de hombre al que permites la entrada en tu casa porque no es peligroso, porque le has visto con niños, has comprado sus productos y nunca has oído ni el más mínimo chisme sobre su coportamiento. Te has sentido no sólo segura sino a gusto en su compañía porque era uno de esos hombres a quien piden socorro las mujeres cuando piensan que alguien las está siguiendo, u observando, o a quien recurren si necesitan que una persona tenga una llave extra de su puerta por si un día, en un descuido, la cierran y se quedan fuera. Era el hombre que te acompañaba hasta tu casa
Había combatido contra aquella pérdida durante mucho tiempo, creyó que se había resignado a ella, admitió el hecho de que la vejez consistiría en no recordar lo que se había sentido ante las cosas. Que uno diría: "Tuve un susto de muerte", pero no podría recuperar la sensación de miedo. Que podría representar en su mente la escena del éxtasis o del asesinato o de la ternura, pero los habría despojado de todo cuanto no fuera el lenguaje necesario para narrarlos. Creyó que se había resignado a admitir esto, y sin embargo se equivocaba.
Jazz, Tony Morrison, 1993.
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