El otro día, dando una vuelta por la zona de mi trabajo, me percaté de la cantidad inusual de papelerías y tiendas de material de oficina que había por los alrededores. Mi paseo abarcó cuatro manzanas y, echando cuentas, las papelerías superan la decena, la mayor parte de ellas de reciente creación.
Soy muy fan del material de oficina y una de las primeras cosas que hice al empezar a trabajar allí fue localizar en los alrededores sitios donde poder comprar libretas en caso de apuro, así que puedo asegurar que hace cinco años, si quería comprar algo de papelería sin caminar más de cinco minutos, tenía que escoger entre lo siguiente:
- un par de tiendas de consumibles informáticos donde se puede adquirir algo de material de oficina de baja gama;
- una tienda especializada en carteras y plumas que ofrecía también alguna cosa de gama media;
- un VIPS;
- la típica papelería casposa de barrio que vive básicamente del libro de texto,
- y una franquicia de material de oficina.
Estrictamente, dos papelerías, eso era todo. Ahora, en cambio, la oferta es inmensa y sólo en franquicias de material de oficina conté seis. ¡En cuatro manzanas! Han abierto otra tienda de consumibles a sumar a las dos que existían y la papelería casposa tiene que competir además con una librería-papelería en condiciones que han abierto a tres minutos de esta.
Si esto no es una mini-burbuja, que venga alguien y lo vea. En dos años habrán cerrado por lo menos la mitad, lo que me ha llevado a reflexionar en la cantidad de mini-burbujas comerciales que he observado en las últimas décadas y a preguntarme en qué leches piensa la gente cuando decide abrirse un negocio (¿estudio de viabilidad? ¿relación oferta-demanda de la zona? ¡naaaaaa!).
Recuerdo cuando mi barrio estaba plagadito de videoclubs. No sé si llamarle a aquello burbuja porque lo cierto es que demanda había y que sólo cerraron cuando las nuevas tecnologías llevaron el vídeo a los vertederos.
Pero después llegaron las tiendas de telefonía. Madre mía, ¡si se veían tres desde la ventana de mi casa! Nadie tenía móvil y el mercado estaba por explotar, pero era evidente que el 90% iban a ir a la quiebra. Y así fue.
Y los cibercafés. Al año, la tienda de telefonía había cerrado y se había transformado en un cibercafé. Bueno, por llamarle algo, porque seguía siendo un local cutre de barrio donde no había café ni música ni nada, sólo unos cuantos ordenadores mal puestos con acceso a Internet. Lo dicho, otros 15-20 meses de negocio y a la quiebra de nuevo.
Pero como el futuro está en la tecnología -o eso dicen-, los aguerridos emprendedores de mi barrio no se dieron por vencidos y volvieron a la carga con la informática abriendo tiendas de consumibles informáticos con servicio de reparación de ordenadores a cascoporro. Los CD vírgenes tuvieron unos añitos de esplendor, pero la gente en seguida aprendió que lo rentable que era comprarlos por Internet. En cuanto a la reparación de ordenadores, en el fondo no tiene mucho misterio y, si no, siempre hay algún amigo o familiar dispuesto a ser explotado hacer el favor a la voz de "oye, tú que sabes de informática". Otro negocio a la basura.
Y las inmobiliarias, claro. Cómo no mencionar las inmobiliarias, que crecieron como setas en cada esquina. Aquel local pequeñito y cutre que veía yo desde mi ventana y que había sido un sinfín de cosas en los últimos años se había vestido de relumbrón y ahora se dedicaba al muy noble arte de vender casas. Había que ser imbécil para poner una inmobiliaria en 2007, pero de imbéciles está lleno el mundo.
Ahora, parece, tocan las papelerías. Bueno, no lo sé, porque no he hecho ningún estudio empírico más allá del paseo que me dí el otro día por la zona de mi curro, pero no me extrañaría en absoluto que estemos ante la enésima mini-burbuja del pequeño comercio.
Y así será mientras sigamos empeñados en glorificar la creación de empresas y llamar emprendedor a quien se abre un negocio aunque sea evidente para todos que no será viable dentro de un año. El otro día se retwiteaba en loor de multitudes la enésima noticia de un tipo que con 20 años llevaba tres empresas creadas. Todo el mundo parecía admirarle como un héroe, pero a mí no se me iban de la cabeza las siguientes preguntas: "¿Por qué tres? ¿Qué pasó con las dos primeras? ¿Quebraron? ¿Se aburrió y decidió crearse un nuevo juguetito?" Porque lo difícil no es crear una empresa, sino hacerlo bien: encontrar un modelo de negocio viable y gestionarlo bien para que crezca y prospere.
La gran noticia, para mí, sería algo así como "fundó una empresa y en tres años tenía 200 trabajadores", pero en este país parece que no nos damos cuenta y seguimos con el mantra de las pymes una y otra vez en una de las pocas cosas en que todos los grandes -y muchos de los pequeños- partidos coinciden. Echen un vistazo a este artículo de Roger Senserrich en Politikon sobre La obsesión con las pymes y verán el alcance de la estupidez que supone obsesionarse con sobreproteger a las pymes.
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