12 de abril de 2009

Humo

"La verdad, no te esperaba". Y el humo salió en tropel de sus orificios nasales.

"Veo que sigues fumando". Me miró con ojos de por qué iba a tener que dejar de fumar y pegó otra calada. Sí, realmente, era una tontería, como si un perro decidiera dejar de mover el rabo o una naranja dejar de ser naranja.

"Y... ¿bien?"

"Bien". Seguía mirándole desde el umbral de la puerta, preguntándome qué coño hacía allí, qué estúpido razonamiento me había convencido para echar por tierra diez años -¡diez!- lamiéndome heridas, odiando, olvidando, o intentándolo al menos. Quién me mandaba a mí. Y ese humo con forma de interrogación que...

"Ya... ya veo". Calada. Seguía sin tragarse el humo, claro. Seguía fumando con esa mezcla de displicencia y elegancia, como si hiciera un favor al mundo por dejarle observarle.

"Sí, ya ves". Aspiraba, jugueteaba un rato con el humo en su boca y lo dejaba fluir a través de su nariz, con parsimonia, dibujando en el aire figuras caprichosas, sí, pero con la capacidad de subrayar, de remarcar el contexto de cada instante. Y aquel era un instante lleno de contextos.

"Hace ya... ¿cuánto hace?" Como en una partida de póquer. Ese era el símil. Una maldita partida de póquer en la que todos escondemos nuestras cartas fingiendo no saber lo que sabemos. Su humo contra mis ases en la manga.

"Ni idea. Mucho. Supongo". Siempre tuve instinto para tratar con la gente. Quizás debería haberme dedicado al póquer. De sobra intuía su impostura, de sobra sabía que había contado cada día como lo haría un preso en la celda de castigo. Exactamente igual que yo. Sólo que yo había tenido el control del cómo y del cuándo y él no había tenido más opción que esperar a que yo volviera a dar ese paso.

Le tocaba hablar a él, pero decidió pasar turno. No fue capaz de encontrar suficiente sarcasmo, supongo, así que dio otra calada para esconder su silencio. Y yo, repitiéndome "no importa, su aplomo es fingido, como el tuyo o más", ahogando el impulso de huir, aguantando el tipo para no delatarme. La impostura era de ambos, pero sólo yo conocía la inseguridad del otro. Esa era mi baza: tener conciencia de sus miedos y mantener ocultos los míos. Y acabar la partida con el máximo de figuras para minimizar esos daños que, sin duda, emergerían desde las sábanas sudorosas al amanecer.

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