Es hora ya de dejar a los dioses en el cielo para regresar a la tierra, como hace Homero, donde, por cierto, nada alegre y placentero veremos que no sea por favor mío. Y lo primero que se observa es cuán sabiamente la Naturaleza, madre y artífice del género humano, ha cuidado de que no falte el aderezo de la estulticia o sinrazón.
Si aceptamos la definición de los estoicos, sabiduría no es otra cosa que dejarse llevar por la razón; y necedad vale tanto como ser arrastrado por las pasiones. ¿Cómo se explica entonces que para que la vida no sea tan triste y sombría haya puesto en ella Júpiter más dosis de pasión que de razón? ¿No equivale a comparar una onza con una libra?
Además, si se piensa bien, relegó la razón a un estrecho rincón de la cabeza, mientras dejó el cuerpo al imperio de las pasiones. En el interior de cada uno de nosotros enfrentó a dos tiranos fortísimos: la ira, depositada en el castillo del pecho, para así dominar mejor el corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que extiende su vasto imperio hasta los genitales.
La vida del hombre muestra bien a las claras lo que puede hacer la razón contra el ímpetu combinado de estas dos furezas enemigas. Lo único que puede hacer es gritar hasta enronquecer, dictando normas de honestidad. Pero ellas mandan a paseo a su reina y soberana y gritan más desaforadamente, hasta que casada cesa y se entrega.
Elogio de la locura, Erasmo de Rotterdam, 1511.
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