-La culpa de todos los males la tiene el monoteísmo.El otro día me contaba una amiga de Vilviestre del Pinar -un pequeño pueblo de la provincia de Burgos- el enorme disgusto que tienen en el pueblo a raíz de las detenciones de una célula yihaidista hace unos días. Resulta que uno de los detenidos era uno de los 800 y pocos vecinos del pueblo desde hacía cinco años. "Es que no puede ser, no te imaginas lo agradable y lo educado que era", me decía mi amiga, "la de veces que ayudó a mi tía con las bolsas de la compra".
Hizo una pausa para organizar sus ideas y añadió:
-Si Dios no existe pero el ser humano necesita creer en algún ser superior, cuyos designios rigen el universo, justifican lo misterioso y excusan lo terrible, lo mejor es un civilizado politeísmo. Los dioses del Olimpo pueden ser terribles, pero también son simpáticos. Un Dios único, condenado a la eterna soledad, por fuerza ha de ser severo y despiadado.Mauricio o las elecciones primarias, Eduardo Mendoza, 2006.
Llevo dándole vueltas a aquello toda esta semana y puedo entender muy bien la confusión de los vilviestrinos. Salvando -enormemente- las distancias, yo viví en cierto modo algo similar siendo muy joven. Jugaba al baloncesto con un grupo de amigas con las que pasaba muchísimo tiempo. Estábamos en esa edad en la que uno comienza a situarse en el espectro político. En nuestra confusa mente adolescente teníamos claras muy pocas cosas, pero había una sobre la que no había discusión: ellos, los nazis, los fachas, los de las esvásticas y la cabeza rapada, eran el enemigo y cuanto más lejos los tuviéramos mejor.
Acabó la temporada y nuestra entrenadora, la que nos había entrenado tantos años, se fue. Nos trajeron un entrenador unos años mayor que nosotras y, como buen equipo femenino, le recibimos con toda la hostilidad y la sorna de la que fuimos capaces. Resultó que el tío se manejó muy bien y al llegar la Navidad nos había conquistado a todas. Simplemente, le adorábamos. Éramos capaces de comernos el balón a bocados si nos lo pedía. Y así de bien nos iba en la liga.
Hasta que un día se rompió el idilio. Alguien nos contó que era falangista y se manifestaba todos los 20-N en el Valle de los Caídos. No solo eso: además, se reconocía abiertamente racista y opinaba ante todo aquel que quisiera escucharle que las mujeres eran estúpidas y que para demostrarlo no había más que ver a su madre. En fin, una joyita.
Pueden imaginarse lo que aquello supuso en nuestro simple esquema mental adolescente. Él había sido esos meses nuestro ángel de la guarda, un hermano mayor que intercedía ante nuestros padres, una suerte de confesor de angustias adolescentes. Y ahora descubríamos que en realidad era el mismísimo demonio, la encarnación de cuanto mal hay en la Tierra. "¡Es un hipócrita!", razonó finalmente una, "ha fingido ser así de bueno para que le hiciéramos caso y el equipo fuera bien". La rebelión fue tal que la mayoría se negó a entrenar hasta aclarar la situación.
Lo más curioso del caso es que con el tiempo, aquel entrenador y yo nos hicimos excelentes amigos incluso a pesar de nuestras cosmovisiones diametralmente opuestas. Aún hoy, perdido ya el contacto entre ambos, cuando trato de explicarle a alguien que es posible tener amistad con alguien que defiende aquello que te parece más deleznable, rara vez logro que me entiendan. En realidad, yo tampoco lo entendería de no haberme mostrado la vida que los afectos y las complicidades surgen porque sí, a veces incluso contra natura.
Muchas veces he pensado en aquella rebelión juvenil que estuvo a punto de echar por tierra todo ese gran afecto que había surgido en aquel grupo. Quizás la explicación esté en nuestra cultura monoteísta. Desde que nacemos nos inculcan que hay un bien y un mal y pasamos nuestra vida tratando de colocar en un lado o en otro cuanto nos rodea. Ellos y nosotros, los malos y los buenos. Sin aristas, sin escalas de grises. Y cuando alguien que parece de los nuestros resulta ser de ellos se nos rompen todos los esquemas como le ha pasado esta semana a mi amiga vilviestrina.
Estaba pensando en todo esto cuando me topé, por esas casualidades de la vida, con la entrevista a Jonathan Littell que publicó Babelia el 27 de octubre a propósito de su novela Las benévolas. Suelo desconfiar por principio de cualquier novela que aparezca hasta en la sopa pero lo cierto es que el tema del holocausto desde el punto de vista del verdugo me atrae. El mal desde el mal o cómo se justifica lo injustificable. En fin, esperaré a que cierto devorador de libros que tengo como amigo me dé su veredicto.
2 comentarios:
Yo es que directamente no creo en "malos" y "buenos". Desde hace no mucho tiempo, y gracias al amigo Dekker, me descubro buscando las maldades de los buenos y las bondades de los malos ;)
En cualquier caso, asombrarnos de "compartir pupitre" con un maloso debería depender de hasta dónde llegue su maldad: ¿son solo ideas que no compartimos/entendemos?, ¿ha actuado en contra de alguno de los derechos humanos?...
Mmm, ya me contarán ustedes dos qué se traen entre manos con eso de de buscar maldades y bondades :-)
Efectivamente, polizon, yo me refería a malos malosos malosísimos. Como el paisano de Velviestre, acusado de alentar la yihad.
O como ese antiguo amigo que menciono. Hace tiempo que, por circuntancias de la vida, perdimos el contacto. Alguna vez he estado tentada de hacerle alguna visita, pero me basta con leer algunas soflamas que publica en determinados medios como para echarme para atrás.
En realidad, simplemente reflexionaba sobre ese choque que nos provoca descubrir el reverso tenebroso de alguien. Imagínate, por ejemplo, que ese compañero de pupitre con el que tantas horas pasaste en la universidad y tantas partidas de mus jugaste de repente resulta algo así como el descuartizador de Chamberí. Te resultaría com mínimo chocante. Y, sin embargo, estas cosas pasan. Continuamente.
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