24 de septiembre de 2006

Ba-lon-ces-to (y II)

(Este artículo es continuación de otro que puedes leer aquí.)


En el último post, hablábamos de los recientes triunfos de nuestras selecciones de baloncesto y, por extensión, de eso que los periodistas suelen llamar “el deporte español de élite”. Hoy toca bajar a la realidad y reflexionar sobre el bonito panorama con el que nos encontramos cada día los que creemos que el deporte debe estar accesible para todo aquel que quiera practicarlo, los que nos partimos la cara contra los obstáculos diarios porque creemos en el deporte de base y nos ilusiona ver una pista llena de niños jugando al balón.

El día en que yo decidí que quería jugar al baloncesto, no me quedó más remedio que irme a un colegio distinto del mío y solicitarle un permiso especial a la Asociación de Padres para que dejara jugar en el equipo a alguien ajeno al centro. Afortunadamente, no pretendía hacer esgrima, tiro con arco o cualquier otro deporte minoritario, porque en ese caso probablemente habría acabado volviéndome a mi casa. Me concedieron el permiso y pude jugar un año en aquel colegio hasta que, al año siguiente, dos de los entrenadores decidieron crear un club de la nada y me fui con ellos.

Pronto pasé de jugar a entrenar y estuve ocho años llevando equipos de todas las edades y categorías. En ese tiempo, aprendí que son pocos, muy pocos, los que realmente quieren al deporte, pero que por fortuna ese reducido grupo de locos idealistas están dispuestos a cualquier cosa con tal de llevar adelante su proyecto deportivo. Evidentemente, jamás contamos con ninguna ayuda o subvención oficial, ni siquiera el año en que llegamos a tener más de doscientas licencias federativas. La lista de obstáculos y anécdotas es interminable, pero relataré unas pocas como muestra.

Al año de existencia del Club, hubo cambio de gobierno en el Ayuntamiento de Madrid. Álvarez del Manzano decidió privatizar la gestión de los polideportivos. Hasta entonces, cada equipo solicitaba la cesión de la pista de una hora semanal durante todo el año por un precio bastante razonable. Con el cambio de gestión, en nuestro polideportivo se comenzó a cobrar por horas, por lo que el alquiler de una hora semanal para toda la temporada suponía multiplicar por cinco lo del año anterior. El resultado fue la desaparición de las ligas municipales de prácticamente todos los equipos que no estaban vinculados a un colegio y, por tanto, no disponían de pista propia.

Para más inri, los partidos oficiales, organizados por el propio Ayuntamiento, se jugaban en las pistas exteriores del polideportivo. Por tanto, si llovía durante el fin de semana se suspendían todos los partidos. Mientras tanto, el flamante pabellón cubierto, recién inaugurado, permanecía cerrado a cal y canto, no fuera a ser que se gastara de usarlo.

Sobrevivimos ese año como pudimos, pero el asunto era inviable económicamente. De hecho, los entrenadores no pudimos cobrar buena parte del ya de por sí minúsculo sueldo que teníamos.

Había que hacer algo o desapareceríamos, así que decidimos presentar nuestro proyecto deportivo en la Junta Municipal del Distrito. “Oh, ¿que no tenéis dónde entrenar? Uy, esto hay que solucionarlo”, dijeron. Como solución, ellos propusieron que eligiéramos una de las instalaciones deportivas de que disponía el Distrito y la gestionáramos nosotros mismos bajo la modalidad de cesión municipal. Nos pareció una idea estupenda... hasta que comprobamos en qué consistían las instalaciones. Se trataba, básicamente, de elegir cualquier pista de estas que se hallan abandonadas en cualquiera de los parques del Barrio para entrenar allí. Por supuesto, cualquier reforma o mejora que quisiéramos hacer corría de nuestra cuenta. Además, la cesión municipal era sólo de palabra, sin documento alguno que la acreditara, así que si estábamos entrenando y alguien quería ocupar la pista dependía de nuestra capacidad de negociación convencerle para que se esperara a que acabáramos.

La pista, como el resto de las pistas disponibles, tenía el suelo visiblemente agrietado, a una de las canastas le faltaba el aro y la otra ni siquiera tenía tablero. Asfaltamos la pista y cambiamos ambas canastas. Esto último puede parecer trivial, pero para que las canastas perduren es necesario que vayan bien cimentadas en el suelo y que tanto la estructura como el tablero y el aro sean anti-rotura, más aún teniendo en cuenta que iban estar situadas en medio de un parque, sin vigilancia alguna durante la mayor parte del tiempo. Sobra decir que el dinero para todas estas mejoras salió del bolsillo de los dos valientes que gestionaban el club. También quisimos pintar el suelo con los colores del Club, así que, como no quedaba más dinero, fuimos arrimando el hombro unos cuantos voluntarios para realizar el trabajo.

Había costado, pero ya teníamos nuestra propia pista. En realidad, los problemas no habían hecho más que comenzar. La pista no tenía valla que la rodeara, así que el balón rodaba cada dos por tres parque abajo hasta ir a parar a la calle. Afortunadamente, ésta no tenía excesivo tráfico, pero aún así hubo algún pequeño incidente que otro en este sentido.

Otro problema era que tampoco había ningún lugar donde guardar el material, de modo que cada entrenador se las ingeniaba como podía para poder tener balones a la hora de entrenar. En mi caso, estuve medio año cargando con una bolsa con siete balones desde mi casa hasta el parque (cerca de un kilómetro y medio) dos tardes por semana. Más adelante encontré otra solución aprovechando el hecho de que entrenaba a un equipo femenino y la mayoría de las jugadoras no tenían balón en casa. Se me ocurrió establecer un sistema de préstamos que tuvo bastante éxito: el Club les prestaba el balón para que lo tuvieran en casa y lo usaran cuando quisieran (en el colegio, en la calle...) a condición de que lo llevaran siempre a entrenar y lo cuidaran como si fuera suyo. Las jugadoras eran muy responsables y el plan funcionó a la perfección, por lo que me libré de todos los balones excepto dos, pero mi solución sólo era válida para equipos muy concretos, así que los demás entrenadores tuvieron que seguir cargando con sus balones.

De todas formas, los mayores problemas no tenían que ver con la logística sino con la convivencia con el resto de los usuarios del parque. En general, la mayoría de la gente colaboraba en cuanto le explicabas todo el rollo de que éramos un club de baloncesto, que nos habían concedido la cesión de la pista y que estábamos entrenando, pero que en cuanto acabáramos podrían usar la pista sin problemas.

Sin embargo, a lo largo de ese año tuvimos no pocos incidentes. Una vez, un señor, que se identificó a sí mismo como taxista, se empeñó en no marcharse de la pista. Ante eso, hablé con mis jugadoras y decidimos entrenar como si no estuviera, esquivándolo como si de un rival se tratara. El hombre, no contento con el asunto, optó por quitarles el balón primero y, al ver que nos daba igual, pasó a empujarlas. Imaginaos la situación de un señor hecho y derecho empujando a unas niñas de 12 y 13 años que sólo pretendían entrar a canasta. Salí despedida hacia él, pegándole gritos y llamándole impresentable. No fue una reacción muy inteligente por mi parte porque el hombre se me encaró y me levantó la mano. Afortunadamente, habían venido a ver el entrenamiento un grupo de jugadoras mayores y entre todas lograron acogotar al hombre, porque yo ya veía mi cara abofeteada.

A otro entrenador, un grupo de estudiantes del instituto cercano decidió sabotearle el entrenamiento y se subieron a las canastas. Dos de ellos se quedaron sentados en los aros como si estuvieran en el water, por lo que no le quedó más remedio que suspender el entrenamiento por ese día.

Si entrenabas los viernes, tenías que convivir con botellones que no siempre eran respetuosos con el entrenamiento y los jugadores. El mío era un equipo femenino de 12 y 13 años, lo que lo convertía en un blanco fácil para ciertas "bromas". Aprendimos a ignorarles, pero aún así no resultaba demasiado agradable.

Los sábados por la mañana a veces teníamos partidos allí. Un día, al llegar para preparar el partido, me encontré una botella de JB estampada en mitad de la pista. Yo vivía, como he dicho, a unos veinte minutos andando de allí, así que no tenía tiempo para ir a buscar una escoba antes del partido. Tuve que entrar a un bar cercano y convencer, aún no sé cómo, a la dueña para que me prestara una escoba y un recogedor para limpiar mi pista.

En fin, fueron muchas las anécdotas. Cuando recuerdo aquella época hoy en día, lo que más me sorprende es que a pesar de esas condiciones nuestros jugadores aguantaran y siguieran viniendo a entrenar con la misma ilusión. Afortunadamente, un golpe de suerte nos llevó a un acuerdo con un club de fútbol al que el Ayuntamiento le exigía explotar la instalación de baloncesto que había en su terreno. De este modo, logramos tener una pista "decente" y ellos solucionaron su problema. Los siguientes años seguimos encontrando problemas y obstáculos, pero ninguno como los de aquella época.

El Club se asentó y llegó a tener 200 licencias federativas, creó un grupo de preiniciación al baloncesto con niños y niñas de cinco y seis años, estableció un programa de actividades extraescolares en colegios de la zona, etc. Creo que este año cumple 17, pero bien podría ser que fuera uno más o uno menos, porque he perdido la cuenta. El caso es que ahí seguimos, enseñando baloncesto a todo aquel que viene, sin importar si sabe o no sabe, si es un Gasol en potencia o si no es capaz de meter un balón en una piscina.

Eso sí, desde entonces, cada vez que escucho a un periodista decir sandeces sobre el orgullo de ser español tras la victoria de fulanito o a un político correr a hacerse la foto con la medalla de menganito, no puedo menos que reprimir una mueca de asco.

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