10 de marzo de 2006

Brüsel

Hoy he puesto patas arriba mi piso buscando aquel plano de Bruselas que antaño me gustaba memorizar. Hubo un tiempo en el que lo caminaba mentalmente rememorando nuestros paseos. Me fascinaba tratar de engarzar mi recuerdo de aquellas calles con esa abstracción de polígonos y letras. Era incapaz de reconocer el callejón donde nos encontramos, el portal donde me besaste. Ni siquiera la Grand-Place del mapa se asemejaba a la imagen que yo guardaba.

Aquel fue mi primer Viaje, así, con mayúsculas, mi primera salida de España. Me emocionó cruzar la frontera. Como en una premonición, había vivido los preparativos de ese viaje como algo iniciático. Abierta, expectante, ansiosa por conocer una ciudad que siempre promete más de lo que da.

Tenía familia en Bruselas. Emigrantes a la vieja usanza, de los que se casaron y tuvieron hijos allí pero que aún son incapaces de manejar bien el idioma. Gentes sencillas que conservan todavía la España de hace 40 años, escandalosa y bullanguera, que jamás se integraron y que frecuentan la Casa de España con la misma frecuencia y devoción con la que las viejas beatas acuden a misa.

Mi familia me había hablado de tu ciudad. Del Atomium, del Palacio Real, del Manneken pis. Y de la Grand-Place, claro. Mi deseo de aventura hizo el resto y la convertí en mito. No me importó que el Atomium fuera un trasto viejo y oxidado, que el Palacio fuera uno más entre tantos ni que el Manneken resulte casi ridículo como emblema de toda una ciudad. No, no me importó en absoluto que tu ciudad fuera una caricatura patética de lo que fue, porque todo su recuerdo quedo bañado por ti.

¿Recuerdas la noche en que te vi? Acababa de cenar con todos en aquel restaurante de la Grand-Place. Deambulé sin rumbo con un grupo de diez o doce compañeros por esas calles tan húmedas como solitarias. Las ocho de la noche y todo muerto. Entramos en un pasaje comercial, el único sitio donde encontramos cierta animación: un puñado de lugareños rezagados y un malabarista. Nos detuvimos a presenciar el espectáculo. No estaba mal del todo. Giré mi cabeza y te vi, a pocos metros, riendo con el resto del público. Volví al espectáculo, pero ya no existía para mí.

Al volverme a mirarte por segunda vez me encontré con tus ojos y la turbación me obligó a mirar al suelo. Yo aún no sabía nada sobre estos juegos. Me concentré en el malabarista mientras sentía tus ojos clavados en mí. Cuando acabó, todos aplaudimos y echamos a andar hacia el extremo de la galería. Tú ibas algo adelantado y giraste a la izquierda. Y entonces cometí la osadía de pararme y seguirte con la mirada. La primera osadía de tantas que vendrían después, el primero de mis juegos de seducción. Y te volviste. En su día pensé que sabías lo que hacías, que era una más entre las muchas que seducías. Ahora estoy segura de que tú, pese a tu edad, también comenzabas a jugar. De todas formas, tampoco me importó entonces. Había llegado dispuesta a descubrir esa nueva ciudad. Y la ciudad te incluía a ti.

Te acercaste con sonrisa pícara y comenzamos a hablar. Tú sólo sabías francés; yo, español e inglés. Allí aprendí que la comunicación es sencilla cuando el interés es grande. Un par de frases cruzadas y decidí que me iría contigo. Mis incrédulas amigas me miraron severamente. "¿Estás segura?" Creo que ni contesté. Ya me habías pasado tu brazo por el hombro y nos dirigíamos a la calle.

Caminamos sin rumbo, contándonos cientos de cosas que el otro jamás iba a entender. Tus veinte años parecían un mundo para mis quince. A los quince, un solo mes es mucho tiempo y entre tú y yo la distancia se me antojaba una vida. Un vida llena de conquistas y experiencias.

Tras un rato de calle en calle, comencé a sentirme como Luisa en Fragmentos de interior. Desorientada, asustada, desconfiada. No sabía dónde estaba, no hablaba la lengua y mi único asidero era un completo desconocido. Recuerdo que pasamos junto a la Ópera y comenzó a llover. Nos refugiamos en unos soportales y allí, sentados, trataba de contarte cosas para olvidar mi miedo. Y me besaste. El primero fue un beso tierno, tímido; el resto, torpes e insolentes. Notaba tu lengua moverse ávidamente por mi boca, me sentía casi invadida. Entonces me preocupó que no me estuviera gustando demasiado. Eras demasiado inexperto, demasiado torpe -ahora lo sé-, y estabas demasiado ansioso en ese tu primer juego.

No, no me gustaba sentir tu lengua húmeda y ruda casi en mi garganta. Pero, al mismo tiempo, me abrazabas con tanto mimo, me mirabas con tal ternura que realmente no sabía a qué atenerme. Cuando comencé a temblar de frío, me arropaste con tus brazos y reemprendimos el camino. Mi desconfianza se esfumó al reconocer de nuevo la Grand-Place. Me preguntaste si podías llamarme. Hoy probablemente te habría dado mi número de móvil. En aquel momento, me encogí de hombros y te dije que al día siguiente también cenaría en la Grand-Place.

No creí que volvieras. En realidad, tampoco estoy segura de que lo deseara. Me daba demasiado miedo ser utilizada. Nunca se me dio bien la adolescencia. Mi infancia había transcurrido rodeada de chicos. Se puede decir que tenía un gran éxito entre el otro género. Corría, saltaba, jugaba como el que más, de igual a igual, sin remilgos ni mohines. Me encontraba a gusto entre ellos. Gustaba y, en cierto modo, seducía a mis compañeros de juego en un pequeño ensayo de mi futura poligamia adulta. Pero la adolescencia era otra cosa, había otras reglas que yo jamás comprendí y mi antiguo éxito se llenó de fracasos. Llegué a creer que no gustaría a los hombres, cuando lo único cierto es que no gustaba a los adolescentes. Y por eso creí siempre que no me valorarías, que sería una conquista más que contar a tus amigos.

Pero allí estabas la noche siguiente, Simón, vestido como un novio que recoge a su prometida. Ignoré los cuchicheos de mis amigas mientras andaba a tu encuentro. No hubo nada nuevo esa noche, salvo mi recobrada confianza. Deambulamos nuevamente abrazados, nos besamos y conversamos sin comprendernos, esta vez sin temores. Y, al despedirnos, repetías sin cesar algo que yo no entendía. La suerte y la casualidad hizo que nos encontráramos con una compañera que hablaba francés: me estabas dando tu dirección, me pedías que te escribiera.

Dudé mucho, a mi vuelta a Madrid, sobre si debía escribirte o no. Tenía la certeza de que no esperabas mi carta. Casi sabía, incluso, que tu dirección era falsa. Sin embargo, tuve que escribirte. Te lo había prometido y mi honestidad me forzó a cumplir mi palabra. Escribí una carta sincera, hablándote de todas mis dudas, de mi miedo al sentirme perdida en mitad de Bruselas. Javier, un queridísimo amigo, me la tradujo.

Jamás volvimos a vernos. Nos carteamos, eso sí, durante años, hasta que perdí el contacto con Javier y, por tanto, mi única posibilidad de comunicación contigo. Tus cartas -y mis originales en español- convivieron durante años con mi preciado plano de Bruselas en una caja de zapatos, mi caja de los tesoros.

Hoy quise recuperarlas. Volver a leerlas y caminar contigo por mi plano. He revuelto todo mi piso infructuosamente. Es lo que tienen las mudanzas, que siempre dejan trozos de vida olvidados en la antigua casa. En su lugar, sin embargo, he encontrado este viejo cómic, Brüsel, que denuncia la furia especuladora que devoró tu ciudad, que sustituyó su fachada modernista por esa fea estética funcionarial. Y, recorriendo sus viñetas, he vuelto a revivir aquel beso torpe que me diste bajo el soportal.

1 comentario:

Vulcano Lover dijo...

Bruselas es una de mis ciudades. Lo es porque una de las personas más importantes de mi vida vive allí. Y porque voy a verle de vez en cuando y él me la ha enseñado siempre con un interés y un cariño nacido de mirar las cosas con intimidad, con la vista puesto en lo minúsculo y no en lo global. Y así, más allá de la Grand-Place, paseo mentalmente por las calles del Béguinage, del precioso Sablon donde estuvo su primera casa, el barrio europeo, el parque, los bosques, el cercano palacio de la tulipe... Pero sobre todo el mapa humano de gentes que allí viven, expatriados la mayoría, pero inquietos y llenos de sueños, de proyectos, de visiones de la vida, de palabras, de noches y de conocimientos que esa ciudad me ha dado. Que me recuerdan siempre que yo estuve a punto de ser uno de ellos, pero al final mi vida se torció hacia otro lugar...
Ahora vuelvo allí, cargado siempre de emociones, de intensidades, de sueños, de fantasías de lo que no fue.

"ahwhfwu" (casi como si de una palabra en flamenco se tratase)