20 de enero de 2008

50 añitos de Mortadelos

Como bien se encarga de recordarnos Álvaro Pons, hoy se cumplen 50 años de la publicación de la primera historieta de Mortadelo y Filemón.

Durante muchos años les odié. Creo que no exagero si afirmo que con diez años me había leído todas y cada una de sus extensísimas aventuras. En mi barrio había una tienda en la que por un duro y un tebeo te podías llevar a casa otro tebeo. Cada dos o tres días me detenía allí de vuelta del colegio para cambiar el tebeo que ya me había leído por otro nuevo.

El humor de Mortadelo se basa en un mismo esquema que se repite historieta tras historieta. Tal fue mi empacho que todas las nuevas historietas me sabían irremediablemente a déjà vu. De hecho, si me compraba un Supermortadelo, con frecuencia me saltaba la parte de Mortadelo y Filemón y me centraba en el resto de historietas. Simplemente, se me hacían simples y repetitivas. Mis preferencias andaban ya por Astérix y Tintín. Y Superlópez.

Poco a poco fui creciendo y, tras una breve pasada por los superhéroes Marvel, desembarqué, de lleno y para siempre, en la BD francesa. Mi estantería se iba llenando de cómic-books -más tarde novelas gráficas- al tiempo que crecía mi desdén por Mortadelo y Filemón.

Y es que durante muchos años en este país el cómic era inmediata e irremediablemente asociado con Mortadelo. Tratar de convencer a alguien, en plena Facultad de Filología, de que un cómic puede contener más literatura que la mayoría de las novelas era toparse de lleno con un sinfín de prejuicios asentados en gente que jamás había ido más allá de Mortadelo. ¿Literatura en el profesor Bacterio, Ofelia y el superintendente Vicente?

Creo que, al igual que en mi caso, los cómics de Mortadelo han sufrido por ello de un cierto desdén y descrédito por parte de los aficionados durante muchos años. Un desdén fruto de su popularidad, del hecho de que durante toda la crisis de los 90, cuando casi nadie leía tebeos en este país, ellos seguían encabezando las listas de publicaciones más vendidas.

Hace un par de años, en mitad de una mudanza, encontré una carpeta llena de dibujos de mi infancia que mi madre -esas cosas maravillosas e incomprendidas que hacen las madres- se había dedicado a recopilar contra mi voluntad. Reconozco que me emocionó el hallazgo. Y también me sorprendió enormemente. Porque pude reconocer casi en cada dibujo algún rasgo que apuntaba directamente a los cómics de Ibáñez. Esos dibujos estaban plagados de recursos gráficos extraídos de los tebeos de don Francisco. Y entonces caí en la cuenta de cuánto habían significado esos tebeos para mí, de cuánto les debo como lectora, de cuántas horas he pasado dibujando inspirada por ellos, de cuántos apuntes de clase he llenado de monigotes que beben directamente de su estilo. Y me di cuenta, sólo entonces, de la grandeza de la obra de Ibáñez. Porque lo que diferencia a las grandes obras del resto es su capacidad para ir y venir en nuestra vida, de tomar significados diferentes en diferentes etapas, de apasionarnos y repelernos en función de nuestro estado vital.

Por todo ello, muchas felicidades, don Francisco.

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