14 de febrero de 2006

Ella

Nunca pensé que lo que pasó anoche fuera posible. Había oído historias, pero las descarté como meras fanfarronadas. Ahora sé que es posible, aunque... me lo guardaré para mí. No me creerían. O quizás sí, pero tampoco quiero compartirlo.

Llevamos todo el verano jugando al ratón y al gato. Cada día transcurre lleno de curvas, entre tus desplantes chulescos ante los demás y tus huidas apresuradas al quedarmos a solas. Y luego, cada noche, nuestra ración de sexo. No un sexo tierno, callado, casi tedioso, como el de antes, sino uno salvaje y desatado.

Y el día de ayer fue uno más, un calco del resto de este extraño verano. Bajaste, como cada mañana, con Marta a la playa. Te vi llegar a lo lejos, pero fingí no verte. Me tienen tan desconcertada tus cambios de humor que casi me da miedo averiguar con qué pie vienes. Aunque era fácil. Venías con el pie autosuficiente, ese de perdonavidas, el que toca cuando estoy con mi gente. Si no fuera porque te conozco, porque sé que todo es fachada, te habría mandado ya a la mierda.

Tus risas cómplices con Marta, esos chistes privados, esos cuchicheos... Deberían molestarme, pero no lo hacen. Se trata de darme celos, lo sé, pero te has buscado un mal aliado. Marta tiene demasiada afición por los culebrones y corre siempre a contarme su versión, a sonsacarme para reconstruir lo que ella cree que es nuestra historia.

Estás mal. No puedes engañarme. Y cada día hago equilibrios tratando de encontrarme a solas contigo. Los demás colaboran y se retiran prudentemente, pero tú me rehúyes. Te niegas a hablar, a decirme qué te ocurre.

En el fondo, me temo, no me has perdonado aquello. Fuiste tú quien hablaste de pareja abierta, de buscar alivios para mitigar la distancia. Y los buscamos ambos. Sólo que tú no quisiste aceptar mi parte del pacto. No te culpo. Es difícil aprender a domar los celos. O quizás sí te culpe. Tú lo propusiste, me subestimaste, creíste jugar con una baraja trucada y resultó que los ases cayeron de mi lado.

Por eso no me sorprendió cuando esa noche Marta anunció que no saldrías. Una más de tus excentricidades, un altibajo más en ese verano sin mesetas.

Bueno, no me iba a amargar la noche a estas alturas. Silvia y yo decidimos pasarlo bien y bebimos, reímos y bailamos como nunca. O como siempre. Y allí, en mitad de la noche, apareciste, guapísimo, en el bar. Directito a la barra, sin saludar, con una mirada de soslayo por toda palabra.

Y no sabes lo que me duele que hagas eso. Es injusto. Yo sólo seguí las reglas del juego que tú inventaste. Y ahí estabas, ignorándome sin yo saber muy bien por qué. Y, cuanto más lo pensaba, más furiosa me sentía, con más desenfreno bailaba. No sé en qué punto el baile dejó de ser un desahogo para convertirse en un arma, mi arma de seducción. No fui consciente del paso, pero pronto me descubrí a mí misma reproduciendo movimientos claramente sexuales mientras tú ibas y venías sin dignarte a mirarme.

Me acerqué a la barra, justo donde tú estabas. Lo de la copa era un excusa. Sólo quería aproximarme, hablarte. Ya a tu lado te miré con una sonrisa pacificadora. Y entonces ocurrió. No debería sorprenderme. Nuestra tensión sexual es suficiente por sí misma para que encima andemos azuzándonosla.

Yo no quería que aquello pasara. No sin antes solucionar aquella ridícula historia que protagonizábamos. Pero siempre me costó resistirme a tus encantos. Lo sabes y lo explotas bien. Y allí, apalancados en la barra, peleábamos con nuestro deseo entre besos salvajes y caricias obscenas.

Salimos del bar, abrazados, besándonos. Y quise parar aquella locura: "No. Para. No estamos bien. Mejor hablamos mañana, sobrios. Me voy para casa. Prefiero aclararlo todo antes que seguir con esta historia dañina".

Y me acompañaste a casa. Un camino largamente sexual, lleno de paradas lascivas, de besos apasionados y de lucha contra mi deseo. Porque yo te deseaba profundamente, pero aquello no estaba bien. Nos hacemos demasiado daño.

Justo frente a mi casa atacaste. Me mordiste la oreja, me lamiste el cuello sabiendo que eso me haría perderme. Y así fue. Una vez fuera de mí, no hubo razonamiento que lograra frenarme. En realidad, no hubo razonamientos. Cuando el instinto toma el control a la mente le queda poco que hacer.

El primer sitio que vi fue la obra de enfrente. Nada agradable, pero al menos era discreto. Entre los escombros -burda metáfora de nuestra relación- nos dejamos llevar. Te lanzaste a mis pechos sabiendo que eso no podría resistirlo, que aquello mataría cualquier rescoldo de resistencia que pudiera quedar. El placer, casi indescriptible, me hacía resoplar mientras te acariciaba el sexo.

Dios, cómo deseaba sentirte dentro. Notaba las convulsiones de mi entrepierna a la espera de tu miembro. Pero allí era imposible sentarse, menos aún tumbarse. Descendí a lo largo de tu vientre y te hice una felación. Siempre se me dio bien. Te fuiste en seguida.

Y entonces me masturbaste. Eres generoso en la cama, nunca lo negué. Me quejé, eso sí, de que te empeñaras en tratarme como a una princesa. Nunca me cayeron bien las princesas. Demasiado remilgo para mi estómago. Aunque eso era antes. Antes de este verano, de que estuvieras tan raro. Ahora en nuestro sexo no había cumplidos, ni remilgos principescos. Sólo deseo.

Ninguno de los dos queríamos acabar así, tan pronto. Te cogí el sexo y lo introduje entre mis piernas. No hubo penetración. No pudimos. El entorno era hostil y yo pesaba demasiado para que me tomaras en brazos. Pero apreté tu miembro entre mis piernas, lo rodee con los labios de mi sexo y te masturbé salvajemente, con desenfreno, aprovechando el roce para masturbarme a la vez.

Y entonces ocurrió. O comenzó a ocurrir. Te fuiste una, dos, tres, no sé ya cuántas veces. Sentía resbalar tu semen caliente por mis piernas una y otra vez. Perdí la cuenta. Jamás pensé que aquello fuera posible. No en un tío.

No tengo ni idea de cuánto duró aquello. Ninguno paró hasta que nos fallaron las fuerzas. Ninguno quería claudicar, ser el primero en rendirse. Y no sé quién paró. Ni me importa. Sólo sé que aquello fue estupendo e inolvidable. Sólo sé que tenemos que hablar. Sólo sé que hoy volveré a perseguirte, volveré a soportar tus desplantes, volveré a fracasar en mi intento de comunicación y, quizás, casi seguro, volveré a vivir otra noche de desenfreno por más que me empeñe en evitarla.

1 comentario:

Vulcano Lover dijo...

en fin, tuve un día duro, y no tuve muchas ganas de pasear por los blogs... Me sorprendes con tus historias, inquilino (con todas, además)
SIN TRAMPAS... "uhuvsyo"