Te escucho contarme, entre lágrimas, tu más reciente estupidez. Y me muerdo la lengua. Porque sé que lo último que quieres oir ahora mismo es ese "ya te lo advertí" que tan mal nos cae. Pero es que, amiga mía, se veía venir. Lo habíamos hablado. Viniste la vez anterior a desahogarte, exactamente igual que ahora, a confesarte por unos actos que te queman y te devoran en la misma media que deseas y anhelas.
Volviste a hacerlo. Y te comprendo. Sí, siempre. Entiendo perfectamente esa búsqueda continua del peligro, ese vértigo ante lo prohibido. Porque me reconozco en ella y porque sé que, en otro momento y en otro lugar, yo acabaré equivocándome también. Me empeñaré en toparme una y otra vez con el mismo muro e insistiré en provocar esas situaciones que me lleven irremediablemente a la caída.
Y mientras tanto, tú, hoy, sufres. Hablaremos largo y tendido. Trataré de escucharte, de consolarte, aunque sé que es inútil. De aquí partirás en el metro y volverás a llorar desconsolada, oculta burdamente bajo esas gafas de sol que más que esconder anuncian tu tristeza. Y desearás, seguro, que alguien se te acerque, que cualquiera de esos desconocidos de tu vagón de metro se apiade de ti y te acaricie la mejilla. Sí, una leve caricia de un desconocido piadoso que se lleve parte de tu congoja.
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