7 de enero de 2006

"El Pide"

Me cuentan cosas de ti y me sorprendo al percatarme de que no te odio. Me das lástima, sí, mucha, pero no te odio. Y me extraña, sabiendo lo que sé, conociendo la mala vida que le diste, viendo día tras día esa herencia naturalista que tu mal carácter ha dejado en cada uno de tus hijos.
Quizás el conocer tu historia me ayuda a no odiarte. O quizás sea que estoy incapacitada para sentir eso. No lo sé. Lo que sé es que me duele ver lo que eres, ver esa caricatura de persona en que te han transformado los años. Y me duele aún más escuchar las burlas y el desprecio que todos expulsan a tus espaldas porque ni aún hoy se atreven a decírtelo a tu cara.
Sí, me duele. Y me sorprende que me duela porque no te quiero. Creo que para mí no eres más que la imagen de lo que cuesta el horror, la herencia que el espanto de todo un país graba inadvertidamente durante décadas en cada uno de los que lo han vivido. Una metáfora de lo que queda del hombre cuando pierde su humanidad a fuerza de palos.
Naciste en Linares, pero eso no tiene importancia. Eras parte de lo más profundo de la más profunda de las Españas. Tu padre, un minero que dejó un puñado de hijos. Estoy segura de que hubiera dejado muchos más, pero no le dio tiempo. Sus pulmones no aguantaron el polvo de la mina. Alguien se lo llevó al norte, a intentar curarlo con una nueva técnica. Y nunca más se supo. Supongo que la nueva técnica no era efectiva, puede incluso que fuera más dañina que el propio polvo de carbón, pero a quién le importa. Qué más da si los "sujetos de estudio" eran míseros desgraciados ya deshauciados que jamás serán reclamados por sus familias.
Tus hermanos se dispersaron entre algunos parientes. "Este para ti, este para mí que da menos guerra y ya puede trabajar." Tú no. Tú te quedaste al cargo de tu madre en una patética actualización del Escudero y el Lazarillo. Salías a mendigarles comida a los mineros mientras tu madre alimentaba su indolencia encerrada en las tinieblas de una casa que por no tener no tenía ni velas.
No puedo imaginar con qué clase de manjares saliste adelante, pero lo cierto es que lo lograste. Tiene mérito. Tu madre prefirió morirse de hambre. Tú no. Tú te ganaste el apodo a pulso, pero ¿qué más da que los mineros te llamen "el Pide" si mientras te lanza curruscos de pan duro?
Todos te conocían. Deambulabas de aquí para allá mendigando comida, haciendo trastadas o, simplemente, dejando pasar ese tiempo que no sabías para qué servía. Te gustaba jugar con el viejo gramófono del cuartelillo. Había allí tres discos que ponías una y otra vez. Eso te salvó. Al morir tu madre los guardias se apiadaron de ti y te bajaron a Málaga. Allí una de tus tías quiso demostrar lo bien que se había aprendido aquello de la caridad cristiana acogiéndote a ti también a pesar de que ya tenía a tu hermana. Total, tampoco durasteis mucho.
Te dieron unos zapatos y te alimentaron. ¿Cariño?, no, eso no. En esa España mojigata el cariño era un lujo que no se estilaba. Bastante con sacarte adelante, con mantenerte hasta encontrarte un lugar adecuado. El lugar no tardó en aparecer. Tu hermana ingresó de clausura en La Encarnación. Tú fuiste al convento de los Salesianos.
Nunca me lo has contado, pero puedo muy bien imaginarte haciendo tablas de gimnasia en el patio del convento, poniendo la mano para recibir la vara, haciendo cola para obtener tu parte del rancho. Allí aprendiste a leer y a escribir, un privilegio que hoy ya nadie valora.
Y entonces llegó el horror, la barbarie. En plena guerra, un puñado de desgraciados entró en el convento y os puso en fila a todos en el patio. Os obligó presenciar el asesinato, uno por uno, de todos los frailes dejando el espanto tatuado en vuestra alma para siempre. Tuvieron la "humanidad" de no tocaros. Sólo una mente enferma como la de aquellos desalmados podía entender tal acto como vuestra liberación de las garras de los opresores.
Y, pese a todo, ahí estabas, sobreviviendo también a la guerra. Te hiciste militar, te casaste, tuviste hijos. Una historia más del montón, de no ser porque te llevaste contigo el espanto. Le hiciste la vida imposible, la machacaste. Y con ella a vuestros hijos, cuyas vidas en apariencia normales siguen impregnadas de esa falta de cariño, de esa dificultad para el diálogo, de esa incomunicación que mamaste primero y alimentaste después.
Recuerdo un día en el que me contabas lo mal que te trataba toda la familia. Con una mezcla de acusación y despecho me dijiste: "¿a que nunca te han contado que yo, siendo un chaval, salí a recibir a los Nacionales cuando entraron en Málaga?". Y sí, me lo habían contado. Es una historia que he oído una y otra vez, cómo les diste la bienvenida y cómo pasaste el resto de la guerra haciéndoles recadillos a las tropas. Jamás te he visto más alegre, más orgulloso de ti mismo que cuando te contesté que sí me lo habían contado. Me lo habían contado, sí, pero no como tú te imaginas, sino como uno de esos pecados, esos inconfesables secretos familiares que no vienen más que a reafirmar el monstruo que todos dicen que eres.
¿Y yo? No lo sé. No supiste querer ni respetar a una de las personas a las que más he querido, un alma bella y entregada que vivió sólo para los suyos. La pisaste hasta que aprendió a ser fuerte para rebelarse o hasta que tú fuiste tan débil como para vencerte. No lo sé. Sólo sé que, pese a todo, busco dentro de mí y no te odio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El odio no tiene cabida en ti. Eres demasiado humana -demasiado persona- como para no entendernos a todos... Ventajas de la empatía. Y de la generosidad